Y Dios, terrible en su eficacia, creó al mundo y "sintió durar la eternidad (...) sintió sus palmas unidas como si formaran una cesta desbordante. Y trató de crear seres. Primero creó el Árbol: mil potencias difusas anudadas en un tronco soberano, abierto en mil ramas creadoras, cargadas de astros clamores y nidos, colmadas de cielos y vientos. El Árbol sería la forma del mundo. Dios lo amó y lo hizo divino". (Pág. 11)
Al leer a Hersch, la creación se expande. La imagen nos une a la filosofía como prosa, como verbo, como Dios. La reflexión de la libertad está ligada al ser del sí mismo que se conoce, que experimenta, que decae y se regocija en las faltas que lo llevan a creer y a crear. De vez en cuando 'Dios está contra Dios'.
Estos escritos son letra y silencio. Se encuentra la imagen, se piensa en ella, se siente, se olvida, se comprende. De repente 'Eva surge' o emerge. La Eva que aquí se presenta, nos llega de la piedra, no de la arcilla. En su eternidad 'Eva coge la manzana, que todavía cuelga del árbol'. (Pág. 20)
La manzana libre de pecado nos enseña la culpa y con los ojos abiertos, Eva toca la luz del mundo. Luego, la humanidad se sorprende en un combate de dragones y se nos dice que 'solo sabemos amar lo mortal, lo que podemos perder. Aquello de lo que podemos ser separados'. (Pág. 69)
"Sin ella, nada habría comenzado. Nadie habría muerto ni vivido. Nadie habría escogido ni amado. Sin ella, la eternidad vertical jamás hubiera devenido el acontecimiento presente, que separa el peso del pasado y los posibles futuros". (Pág. 24)
Así, Eva como nacimiento, nos ha traído el primer gesto de la conciencia: la revelación del ser en el regalo de un mordisco.